Linotipistas en riesgo de extinción
Publicado en la edición digital del 12/11/08 del diario Crítica de la Argentina. Texto de Alejandro Lingenti.
Son los últimos, y lo saben. Están entre los representantes postreros de un oficio antiguo, el de linotipista, que pronto entrará en riesgo de extinción. La idea de penetrar en una escena que está fuera del tiempo aparece apenas se ingresa a la imprenta del Congreso de la Nación. Y mientras allá afuera el mundo devora nuevas fases de la era digital, ellos están acá, firmes en sus puestos, funcionando y metiendo ruido, al comando de esas máquinas que hicieron buena parte de la historia de la impresión y de la prensa gráfica, prodigio tecnológico del pasado. Ellos se aferran a sus máquinas con la convicción del devoto. Saben que están en peligro.
El taller donde trabajan está en el subsuelo del edificio. Es una planta enorme, una especie de taller mecánico gigante poblado por operarios vestidos con camisas y pantalones Ombú. Las paredes están recubiertas de afiches sindicales, pósteres de futbolistas, fotos de vedettes. La sensación que naturalmente provoca el lugar a cualquier periodista con menos de 25 años de carrera (las linotipos fueron reemplazadas en los grandes diarios por sistemas de impresión offset a principios de los 80) es de extrañamiento: caminar por allí poco tiene que ver con el ambiente de un taller gráfico actual, es como entrar al túnel del tiempo.
–Es un sistema obsoleto –admite Marcos Negri, uno de los sobrevivientes–. Pero acá tiene sentido que se haga este trabajo artesanal, porque están las máquinas, el plomo, la gente… No hay que invertir en nada.
Cuna de tinta
Negri proviene de una familia de gráficos. Su padre fue dueño de una imprenta de la calle Chacabuco al 300, en San Telmo, y uno de los fundadores de Ediciones Negri, la que desde siempre imprime la famosa Guía del Automotor. Entró a trabajar en la imprenta familiar a los 14. Empezó barriendo y haciendo trabajos de cadete, pero de a poco fue aprendiendo el oficio. “A los 17 ya era linotipista –cuenta–. Como todo oficio, se aprende mirando a los que saben y con una práctica permanente. Lo que es condición sine qua non es tener buena ortografía. No podés escribir vaca con b larga y ser linotipista.”
Hombre de un oficio de largas memorias, Negri pone en alto el ejemplo de ilustración de una de las figuras más relevantes del sindicalismo gráfico argentino, Raimundo Ongaro, fundador en 1968 de la CGT de los Argentinos, dirigente combativo y exiliado en Europa durante la última dictadura militar:
–Era un tipo que se ponía a hablar y lograba que el auditorio lo escuchara en silencio, embelesado, como a Fidel, o a Perón.
En la misma época en la que Ongaro se enfrentaba a Augusto Timoteo Vandor y José Ignacio Rucci, partidarios de una relación negociada con el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, Negri tenía 17 años y ya se sentía un linotipista. Inexperto, claro, pero muy seguro de sí mismo. Años más tarde entró a trabajar en el taller donde se imprimía el Boletín Oficial y en el diario La Nación. “Los gráficos tenemos turnos de seis horas, así que siempre había tiempo para alguna changa o, directamente, para tener dos trabajos y completar una jornada de doce. Y se ganaba bien. Así pude comprar mi casa y mi coche.”
La mayor parte de los linotipistas con los que Negri se cruzó en su carrera fueron peronistas, “gente muy combativa”. A fines de 1975 ingresó al servicio militar, obligatorio en aquella época, y tuvo que interrumpir por un tiempo su trabajo. “Entré con Isabelita y salí con Videla. Participábamos en los operativos en los que se le pedía el documento a alguna gente. Íbamos armados, como custodia de la policía. Los operativos más pesados se hacían por la noche. Ahí secuestraban gente. Pero los soldados no estábamos involucrados en eso.”
Terminada la dictadura, el sobreviviente Negri siguió unos años en La Nación, “siempre contratado”, aclara, hasta que en 1987 entró a la imprenta del Congreso, donde hoy sigue trabajando. Durante el gobierno de Fernando de la Rúa hubo un intento de cierre de la imprenta que fue rápidamente neutralizado: “Estuvimos cuatro días movilizados, las 24 horas en la calle, fue una gran experiencia”. En aquellos tiempos la actividad de la imprenta del Congreso era más intensa: se trabajaba sábados y domingos, se pagaban horas extras. Había cerca de mil empleados, el doble de los que quedan hoy.
Aquella casa que se hizo Negri trabajando doce horas diarias ya fue: se la llevó el corralito de Cavallo, “hoy alquilo y tengo Bonos 2012”. Con 25 años de actividad en el Estado el hombre en poco tiempo podría jubilarse, pero sabe que no podrá subsistir dignamente con el 48% del salario actual que le correspondería. A cambio le queda el orgullo de su oficio: “Es mucho mejor la impresión tipográfica; la tinta es más oscura, cansa menos la vista, y lo que se imprime de una manera artesanal siempre tiene otro encanto”.
El reconvertido
José Nicolás Fernández no está tan de acuerdo. Mendocino, hijo de un maquinista que trabajaba en la línea San Martín y apodado por sus compañeros “Bucanero”, es uno de los linotipistas del Congreso “reconvertidos”. Hoy trabaja en una PC y sostiene, por supuesto, que “no hay como las computadoras”.
Fernández llegó a Buenos Aires de muy joven, se instaló con su familia en Berazategui y empezó cebando mate en el taller gráfico de un tío. “De a poco fui aprendiendo cómo era el oficio. Y no sólo aprendí a usar la linotipo, sino que perfeccioné mucho mi ortografía. En la secundaria, la materia que me daba más problemas era Castellano, mirá que curioso… En eso tuvo mucho que ver mi tío, que cuando no había errores los inventaba (risas).”
En el taller donde consiguió trabajo se imprimía The Buenos Aires Herald: “Entonces tuve que aprender un poco de inglés; no te digo que dominaba el idioma, pero no tenía errores”, afirma. Allí se imprimía también La Opinión, el diario de Jacobo Timerman. “Por entonces se trabajaba todos los días. Y en muchos casos me pagaban por adelantado. Se ganaba muy bien en esa época.”
En la década del 70 Fernández tuvo la oportunidad de ingresar a Clarín –“que en ese momento era lo máximo para un linotipista”–, pero prefirió abandonar el oficio para dedicarse a regentear un bar en Lanús.
–Se llamaba La Galera, justamente, y era muy pituco.
Estuvo cinco años ahí hasta que un problema con los socios lo obligó a volver al taller del tío. Llegó la democracia, en 1983, y Fernández se enteró de que la imprenta del Congreso retomaba la actividad. Se presentó entonces para pedir trabajo, y cuando se iba con pocas esperanzas se cruzó en un pasillo con un mecánico gráfico del que había sido compañero en otro taller. Finalmente, gracias a la gestión de ese conocido, ingresó en un momento en el que la imprenta tenía un trabajo muy especial: había que preparar los padrones electorales luego de unos cuantos años en los que no hicieron mucha falta. “Hubo un concurso. Entraban treinta linotipistas y se presentaron muchos más. Yo entré en el puesto veintitrés”.
Fernández también reivindica el saber del linotipista:
–Para laburar en caliente (con tipos de plomo) tenés que ser un bocho, un artesano. Una linotipo tiene un teclado muy sensible al tacto, son noventa teclas que tenés que acariciar, y además tenés que controlar el calor del plomo, calibrar la máquina, son decenas de cosas a las que hay que prestarles mucha atención. Para trabajar en frío, en cambio, no hace falta más que un poco de práctica. Hasta mi nieto puede manejar una computadora.
Y volver, volver, volver
En 1983, cuando la imprenta del Congreso retomó sus actividades, había diecisiete linotipos y apenas treinta linotipistas. Hoy quedan media docena de máquinas y la misma cantidad de operarios especializados. Se trabaja, además, en la implantación de un sistema informático que permita armar una base de datos destinada a implementar una gestión documental más ordenada y facilitar la reutilización de archivos.
Buena parte de los linotipistas fueron reconvertidos en operadores de PC, y ya casi no quedan operarios menores de 50 años. Daniel Aragall, un laburante con años de experiencia y encargado de la supervisión técnica de la imprenta, subraya “la gran revolución industrial gráfica” que produjo la linotipo, recuerda la vieja tradición de los militantes anarquistas en el gremio y afirma que para desarrollar el oficio siempre hizo falta una cultura general importante.
–Imaginate que un linotipista de un diario se pasaba turnos de seis horas leyendo diferentes materiales, toda la semana, durante años y años. Cuando yo empecé, en la década del 60, trabajé en la imprenta donde se hacía la revista Pelo. Yo era fanático del rock, tocaba la batería y me acuerdo del número dedicado a El lado oscuro de la luna, de Pink Floyd. Me comí esa nota con una ansiedad increíble...
Daniel se entusiasma con el relato y los recuerdos.
–Los linotipistas siempre hicimos un trabajo que aliviaba el de los correctores, otro oficio en extinción a partir de la aparición de sistemas operativos informáticos que corrigen automáticamente, bastante mal, por cierto. Y hay anécdotas divertidas al respecto. Yo recuerdo a un compañero linotipista que, cansado de que algunos redactores le recriminaran que agregaba o quitaba comas según su propio criterio, dejó un texto sin ninguna y después llevó al escritorio de un redactor una caja con cientos de comas de plomo y le dijo “Tomá, ponelas vos”.
Ese linotipista que Aragall no menciona –el remate de la anécdota llegará después, charlando con él– era José Nicolás Fernández.
Algún día será museo
Ante la desaparición de las imprentas tradicionales, se pensó en algún momento en un circuito turístico armado sobre la base del recorrido por las pocas de dimensiones importantes que quedan: la del Congreso, la de la antigua Biblioteca Nacional, la de la CGT. Por ahora, es apenas un proyecto. “Cuando fuimos a ver la imprenta de la CGT para chequear en qué condiciones estaba, había, y esto fue hace poco, unos afiches con la foto de Saúl Ubaldini. Quedó todo congelado hace años en ese lugar”, revela Daniel Aragall.
La idea tiene relación con otras iniciativas oficiales similares. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por caso, tiene un Catálogo de Viejos Oficios que depende de la Dirección del Casco Histórico, dependiente a su vez de la Secretaría de Cultura porteña. En Buenos Aires hay gente que sigue tejiendo encajes, reparando muñecas, fabricando sombreros o barriletes, afinando antiguos órganos de iglesia y restaurando mosaicos venecianos. Todas esas actividades forman parte indiscutible del patrimonio cultural, en su noción más amplia. Otra aspiración de la gente de la imprenta del Congreso es la creación de un museo que podría funcionar en lo que hoy es un apenas un depósito, ubicado a diez cuadras del Parlamento argentino. Aragall cree que el proyecto es viable y absolutamente necesario para preservar la memoria histórica. Se trata, claro, de un enamorado de su oficio que llegó a invertir parte de una indemnización que cobró hace años en una Minerva con la que abrió una pequeña imprenta independiente en Lanús que funcionó durante un buen tiempo. Hoy, esa vieja máquina sigue en su poder, en excelente estado de conservación. Es su manera de mantener la memoria, de conjurar el olvido, de evitar la disolución de su identidad.
El gran papelerío electoral
El único trabajo impreso en las linotipos del Congreso en la actualidad es el Boletín de Asuntos Centrados (BAC), una publicación que por sus características se adapta muy bien al sistema. Como existe en la imprenta un cuerpo de linotipistas, tipógrafos e impresores tipográficos, el gasto recurrente más importante –además de sus salarios– es el de la compra de papel. El plomo del que están hechos los tipos se recicla permanentemente, y también hay en la planta algunos mecánicos encargados del mantenimiento de las máquinas.
La imprenta del Congreso también realiza trabajos comerciales: hojas con membrete en tamaños oficio, carta y esquela, formularios, folletos, fichas, afiches, volantes, señaladores, tarjetas personales, tarjetones de salutación, de invitación y de agradecimiento, carpetas, dípticos, trípticos, agendas tipo presidencial, credenciales, diplomas, chequeras, libros, encuadernaciones, juegos de escritorio, estuches, revistas... Se encarga también de publicaciones de otros organismos del Estado; de hecho, imprime formularios, padrones electorales, afiches y papelería en general en época de elecciones. En las últimas elecciones se hicieron 300 mil afiches, 500 mil códigos electorales y 350 mil guías de instrucciones para las autoridades de mesa.